Qué escena tan más perturbadora; ese anciano
con su muñón moreno, moreno como él. Su mano derecha ha desaparecido y se ha
transformado en algo más, por pura pena de vez en cuando le concedo la satisfacción
de que me vea depositar en su gorra roja unas monedas, pero hoy no; hoy no le
daré mas que una mirada desaprobatoria; una cruel faz de asco, para que
entienda que lo que hace es desagradable. Si pudiera golpearlo lo haría pero
hay demasiada gente, estamos exactamente a la salida del metro, cada tres minutos
un tumulto de gente pasa y me prohíbe legal y moralmente lo que es correcto,
una reprimenda contra las malas costumbres. Es un inconsciente, no entiende lo
que hace, lo hace como un niño, no, peor, como un animal, no hay en este mundo
un indigente como él. Qué puedo hacer, una solución: alejarme y planear el cómo
denigrarlo. Pasan los minutos y yo me alejo, tengo que trabajar. Llego a mi
trabajo y mi mente esta en otro lugar, solo pienso en una cosa “el muñón, el muñón,
qué asco, qué asco”, estoy perdido por que estoy en mis pensamientos, mi
trabajo se vuelve pésimo; muchas señoras llegan y salen con mas dudas que con
las que llegaron; la telefonía celular no es una gran ciencia, todo esta echo
para usarse, todo es practico, todo es funcional. Siempre me gusto corregir a
la gente en mi trabajo, sacar de vez en cuando una risa burlona cuando la gente
reafirmaba su torpeza, y sus miradas siempre sus miradas, son torpes, no hay
nada más, y lo saben. En este día las horas pasan lentas, a veces creo que las
manecillas del reloj de Mickey Mouse que tengo enfrente se burlan de mí, estoy casi
seguro que a las once y quince minutos el Mickey Mouse detuvo dos minutos su
manita izquierda, quedándome suspendido a las once y quince (es un reloj
ridículo; tiene la imagen de Mickey en el medio y sus manos son sus
manecillas). Pero a pesar de todo las horas pasan, y mi hora de salida esta
cerca, “solo espero que el indigente siga ahí cuando salga” me repito en mi
cabeza mientras me cambio el uniforme. Por fin salgo, y corro hacia la entrada
del metro en donde sé que estará, pero no lo encuentro, espero un momento y no
aparece, “se ha ido” susurro. Maldito, dónde estará. Me dirijo al puesto en
donde el indigente compró la causa de mi reciente odio hacia él, me compro una
agua embotellada mientras miro las revistas y periódicos colgados; en algunas
portadas hay gente de trajes, en otras muertos en accidentes con un recuadro en
la esquina inferior con una mujer desnuda (esos son los que más se venden). Detengo
mi vista, ahí esta él, esperando el cambio de semáforo para cruzar la calle.
Ahí esta él aún con boronas en su suéter rayado y su muñón moreno, moreno como
él. Corro hacia él, estamos de frente, nos separa la calle, la luz cambia a
roja. Muchos cruzan junto a mí y junto a él; hombres con trajes, jóvenes con
mochila, ancianas con bastón, niños vestidos de payasos haciendo malabares, uno
que otro vendedor, pero nadie como yo; me detengo a la mitad de la calle y lo
espero, él viene a mí sin mirarme, porque es viejo y se joroba y solo ve al
suelo, cuando lo tengo cerca, le doy un golpe terrible un gancho en su quijada
y su cuerpo cae de espaldas oigo su caída y después un grito ahogado que nunca
acabará de salir. Lo miro a los ojos y le digo “para que aprendas a comer bien”,
y termino de cruzar la calle.
-¿Está usted bien, señor? – alguien le
pregunta a un indigente tirado en el suelo.
El indigente mueve la cabeza y entre
varios lo levantan. A lo lejos un vendedor cerca de la entrada de un metro al
ver lo sucedido dice: “¡bien!, maldito viejo, se lo tiene merecido, espero no
volver a verlo pronto, chupaba su muñón para que las boronas se le adhirieran y
se las pudiera comer, comer así, qué asco.”
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